Al principio era solo un paciente más. Otra de esas personas que sufrían claustrofobia y tenían problemas para subir en un ascensor o permanecer un tiempo, por breve que fuera, encerrados en un espacio pequeño. Aunque no lo parezca hay mucha gente que sufre esta clase de fobias y no lo confiesa jamás. Suben las escaleras a pie, no cierran la puerta de las habitaciones y nunca suben en avión. Álvaro era uno de ellos.
Era un agente inmobiliario que me mostraba pisos en venta. Yo observé que, invariable e independientemente de la altura que hubiera, subía a pie.
En el tercer edificio que visitamos, cuando Álvaro llegaba sofocado al quinto piso, le pregunté si no utilizaba nunca el ascensor y me contestó con la excusa habitual: quería adelgazar. Era un verano caluroso, solo conseguiría deshidratarse. Intuí que la razón era otra.
Cuando nos despedimos le di, intencionadamente, una tarjeta de visita, por si me encontraba “algo más del estilo” de lo que estaba buscando. Al mirarla, sus ojos se abrieron mucho durante un instante y, sin decir nada, guardó la tarjeta en su bolsillo. Un mes después llamaba a mi consulta para pedir una cita.
En casos normales, resolver una fobia de este tipo con hipnosis es relativamente fácil. La mayoría de las personas han sufrido un trauma en algún momento de sus vidas. Con las preguntas necesarias, te puedes hacer una idea de cuándo y cómo se ha producido.
Las causas suelen ser casi siempre las mismas. Han estado encerrados en un cuarto durante un castigo, se han quedado encerrados en un ascensor o cosas similares. Basta con hacerles regresar, por sugestión hipnótica, al momento en que se produjo el trauma y “arreglar” la emoción que eso les produjo. Esto puede llevar tan solo unas pocas sesiones. En algunos casos más difíciles, hay que llegar al momento del parto, durante el cual, han podido sufrir algún tipo de presión al salir por el canal uterino. En muy pocos casos, se debe llevar la regresión hasta las vidas pasadas.
La cuestión de las vidas anteriores para los hipnólogos es algo relativo, no todos creen en ellas, pero casi todos las utilizamos.
En realidad, el paciente, puede estar tanto recreando una vida pasada como imaginándola. En cualquier caso, el objetivo es obtener la curación, y la mente subconsciente habla siempre por medio de símbolos. Tanto si cree en las vidas pasadas como si no, si sirve para el objetivo, se emplea y punto.
Me llevó un rato tranquilizar a Álvaro cuando entró en mi consulta. De hecho, me dijo que le había estado dando vueltas desde el día que le di la tarjeta. Aunque siempre se había convencido a sí mismo de que podía hacer una vida normal con su “problema”, lo cierto es no era así. Estaba a punto de casarse y se enfrentaba a una discusión con su novia que no entendía porque “prefería” para la luna de miel, solamente viajes que no incluyeran avión.
Nunca se había atrevido a confesarle a su novia que tenía claustrofobia y se las había apañado muy bien hasta el momento. Pero, ahora la cosa se estaba poniendo fea.
Acudía a mí con la esperanza de solucionar su problema, pero también, con el miedo que producen las sesiones de hipnosis en casi todas las personas que solo saben algo del tema por las películas.
La primera consulta transcurrió de la manera habitual. Primero, respondiendo a las preguntas sobre el funcionamiento de las sesiones, después, preguntando a mi vez, tratando de vislumbrar la causa del problema.
En esa primera consulta no llegué a ninguna idea clara de cuál podía ser la causa de la fobia de Álvaro, así que quedamos para una segunda cita.
La segunda vez que le vi parecía más tranquilo y estaba esperanzado con que pudiera ayudarle a solucionar el tema. Sin embargo, tras una hora de conversación, no encontraba nada que me pudiera dar el más leve indicio de donde buscar.
El tiempo apremiaba porque la boda estaba cerca y tenían que decidir el destino del viaje. Deseaba poder dar a su novia la opción de elegir. Por esa razón, hice algo que no suelo hacer nunca con mis pacientes, comenzar por ir directamente a la regresión hasta el momento del nacimiento, para pasar seguidamente a vidas anteriores, si no encontraba nada allí.
No me podía imaginar entonces los extraños acontecimientos que iban a perturbar mi apacible vida.
La inducción resultó extremadamente sencilla con Álvaro, era un paciente sumamente sugestionable y entró enseguida en un profundo trance. A intervalos de cinco años, le hice regresar al momento del parto, pero allí tampoco encontré nada digno de mención. Al parecer se había tratado de un parto sencillo y rápido. Nada que hubiera podido ocasionarle la claustrofobia que padecía. Profundicé más en el trance para llevarle a vidas anteriores.
Al principio pareció desconcertado. Daba la sensación de que se hallaba en un mundo intermedio.
Eso ocurre algunas veces, pero, aunque es un campo interesante para el estudio, raramente nos detenemos en este punto, pues nuestro objetivo es solucionar el problema lo antes posible. Así pues, intenté dirigirle para que recordara otra vida, anterior a ese estado en el que ahora se encontraba.
Durante varios minutos permaneció callado. Yo sabía que estaba buscando en su memoria inconsciente para llegar a donde le quería dirigir.
De repente, se puso tenso y comenzó a dar fuertes sacudidas sobre la camilla. Me levanté enseguida para ponerle una mano en el hombro y calmarle, haciéndole saber que estaba a su lado.
Apenas tuve tiempo de tocarle, cuando una voz fuerte y desagradable, que más bien parecía un rugido, me gruñó: ¡Apártate perra!
Me retiré bruscamente y esperé la reacción siguiente. Si la cosa empeoraba tendría que despertarle.
-—¿Quién eres? —Le pregunté con voz firme, dispuesta a no dejarme amedrentar por el paciente.
La respuesta fue una sonora carcajada.
Para mi sorpresa, abrió los ojos. Me quedé absolutamente horrorizada, cuando comprobé que aquellos ojos no se parecían en nada a los de Álvaro… En realidad, su cara no era la de mi paciente. En su lugar había un rostro cetrino, desagradable, que me miraba con ferocidad.
Ya había visto antes cambios en el aspecto de mis pacientes al regresar a una vida pasada, pero, la de éste, era absolutamente terrorífica. Los ojos eran de un negro profundo en el que no se distinguía la pupila. Por momentos me parecía que el iris tenía forma oblicua.
Se levantó de la camilla. Presentí el peligro y me dispuse a despertarlo rápidamente, pero para mi mayor sorpresa, aquel ser, en el que se había convertido el pacífico Álvaro, pareció adivinar mis pensamientos.
-—¡No se te ocurra! —Me gritó— ¡Ahora es mío!
Estupefacta, conseguí articular unas palabras.
—¿Qui…quién eres? —volví a preguntar.
—No te importa quién soy, sino lo que quiero —me contestó ahora con una voz glacial que ponía los pelos de punta.
Por lo menos parece más calmado, pensé, podré manejar la situación.
—Bien, de acuerdo —le dije— cálmate y hablaremos tranquilamente.
Me miró durante varios segundos sin decir nada. Yo estaba casi segura de que era capaz de leer mis pensamientos. Pero, aun así, me esforcé por dominar la situación.
—Muy bien Álvaro —intenté una vez más— dime quién eres, en este momento.
Un gruñido gutural escapó de su garganta y miró a su alrededor, desconcertado.
—¿Quién es Álvaro? —dijo después
Me he pasado con el trance, pensé, no se reconoce ni a sí mismo, debo despertarle enseguida.
—Álvaro eres tú, en esta encarnación —le dije con toda la suavidad que pude.
Estaba bastante asustada, debo confesar
—estás en trance, estamos haciendo una sesión de hipnosis.
No quería decirle nada más para no confundirle. Esperaba que él preguntase más acerca de ello y pudiésemos seguir con la sesión o pasar a despertarle completamente. Pero, no hablaba. Y a mí me estaba costando mantener la calma.
Necesitaba unos minutos para serenarme, por lo que no le metí mucha prisa para responder. Mientras, intenté hacer unos ejercicios de respiración y una coraza energética.
Álvaro, o, mejor dicho, quien fuera que estaba en su lugar, me estudiaba con atención sin decir palabra.
—¿Eres una sacerdotisa o algo así? —me preguntó de repente.
Aquello tomaba un rumbo inesperado. Si él creía que lo era, quizás podría manejarle y dar la vuelta a la situación.
—¿Sabes lo que es una sacerdotisa? —le pregunté.
Intentaba averiguar sus conocimientos sobre el tema, qué opinión tenía de ello y qué postura debería tener que tomar al respecto. Sabía que la posición que tomara podía ser de crucial importancia.
—Siii… —alargó mucho la i al contestar y tuve un mal presentimiento.
—De acuerdo —dije, sabía que pisaba arenas movedizas— y ¿Qué es lo que sabes?
—¡Que son alimañassss! —me contestó gritando con ferocidad.
Mal asunto, pensé, por ahí no tengo las de ganar.
—Vale tranquilo —dije— no lo soy, pero tal vez puedas explicarme porque piensas eso.
—¿Pretendes engañarme? ¿Crees que no sé lo que eres y lo qué pretendes? ¡Sabes magia! —me espetó amenazador.
—¡No! —mi voz sonó muy alterada y no me convenía nada perder la calma— no lo soy y no hago magia, puedes estar tranquilo, solo me serenaba.
Sin lugar a dudas, era telépata o algo parecido. Debería ir con cuidado.
—Muy bien, tranquilo —volví a decir— ¿podemos hablar tranquilamente?
Gruñó.
Lo tomé por una afirmación.
—De acuerdo, ¿puedes decirme dónde te encuentras?
Reflexionó durante unos instantes. Miró a su alrededor y esbozó una mueca que debía ser una sonrisa. Tuve un fugaz atisbo de esperanza, que se disolvió rápidamente cuando su faz se tornó hacia mí.
—¡Libre! —chilló— ¡estoy libre!
—¿Libre? —pregunté— libre ¿de qué? ¿De dónde?
No entendía nada, no sabía a lo que me estaba enfrentando.
Eché un rápido vistazo a la puerta. La había dejado abierta, como siempre que tengo un paciente claustrofóbico.
Calculé mentalmente el tiempo que me tomaría llegar hasta allí, si las cosas se ponían peor. Aunque no era nada recomendable dejar a un paciente bajo trance, sabía que este no duraba eternamente. En el momento en que sucumbían al sueño, se despertaban como si nada. Por lo menos, esa era la teoría. Yo nunca había dejado a un paciente sin despertar.
La sensación de peligro se acentuaba por momentos.
—Muy bien Álvaro —intenté un poco desesperada— ya que no me quieres decir tu nombre, te seguiré llamando así. Explícame por qué dices que eres libre…
Lo que pasó a continuación es difícil de describir.
Los objetos de mi despacho volaban en todas direcciones con un ruido ensordecedor y se estrellaban estrepitosamente contra suelo y paredes, sin que nadie les tocara. Yo era volteaba por el aire como una marioneta, mientras intentaba con toda mi alma despertar a Álvaro del trance.
Entre mis gritos y los suyos, me parecía entender que llevaba mucho tiempo encerrado y esperando a que alguien le liberara. Hablaba alternativamente en varios idiomas, muchos de los cuales no reconocí. Ni siquiera estaba segura de que fueran alguna clase de lenguaje. Estaba lleno de odio y lo liberaba en forma de energía destructiva por doquier. Hablaba de muerte, destrucción y venganza.
No sé cuánto tiempo duró aquello, ni cuántas veces fui golpeada contra el techo, las paredes o el mobiliario que se hacía añicos. La puerta se abría y se cerraba con furia, pero yo no podía, de ninguna manera, llegar hasta ella. ¡Estaba en el aire! Rebotando contra todo. Cristales de la lámpara caían y me lastimaban. Comencé a sangrar, pero no sentía dolor. Me atenazaba el miedo.
—¡Despierta Álvaro! —gritaba con todas mis fuerzas— ¡Contaré hasta tres y te despertarás! —volvía a gritar.
Pero era inútil, aquella “cosa” no escuchaba nada. Vociferaba y se movía como león enjaulado, mientras todo aquello ocurría. Me di cuenta de que tampoco él manejaba la situación, era su rabia la que actuaba por su cuenta.
En un momento dado, pareció centrar su atención en la puerta, fue hacia ella y salió corriendo. Pocos instantes después todo paró de moverse y yo aterricé en el suelo, mientras mi vista se nublaba, todo se ponía de color rojo, después negro…
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—Vale, comencemos de nuevo —me decía el doctor— cuéntamelo todo desde el principio.
—Pero —protesté— ya se lo he contado una infinidad de veces, créame, fue así como pasó.
Habían pasado, varios meses. Me había restablecido casi completamente de las varias fracturas sufridas durante el incidente. Había tenido que ser intervenida quirúrgicamente para poner algunos huesos en su sitio. Después había tenido que empezar la rehabilitación.
Durante ese tiempo, la policía había venido en varias ocasiones, primero para hacer la denuncia, después para hacerme preguntas.
Mi colega de la consulta también había venido a visitarme. Al parecer, fue él quien me encontró y llamó a la ambulancia y a la policía. Entraba en consulta unas horas después, ya que yo solía hacer las sesiones de hipnosis en las horas en las que no había nadie más para evitar los ruidos de personas entrando y saliendo o esperando en la sala contigua. Al llegar, se había encontrado la puerta del piso abierta de par en par. Entró corriendo, sospechando que algo grave había ocurrido y me encontró en el suelo, inconsciente, con todo destrozado a mí alrededor.
Por lo visto, había pasado una semana en completo estado de shock, después de la operación, mientras gritaba de vez en cuando: ¡te tienes que despertar!
Me mantenían sedada y atada con correas a la cama para evitar que me cayera al suelo, presa de la agitación.
Cuando desperté del todo, vino la policía. Les había contado lo sucedido mientras me miraban con incredulidad.
—¿Está segura de que eso es lo que quiere poner en la declaración? —me había dicho el policía que tomaba la denuncia.
—Mire. Sé que suena raro, muy raro —le había dicho, consciente de que mi reputación quedaría seguramente por los suelos— pero ha sido así exactamente.
—Muy bien —había dicho el policía— ya tengo el informe, lo firmará cuando pueda utilizar los brazos.
Había comenzado a darse la vuelta para irse, pero no lo hizo, me miró y me preguntó una vez más si recordaba el apellido de mi paciente.
—No, ya se lo he dicho —me quedaban, al parecer, algunas lagunas mentales— solo recuerdo el nombre, pero en mi despacho estaba el expediente con todos sus datos. Además, ya le he dicho que trabaja en una inmobiliaria, me enseñó varios pisos antes de venir a mi consulta. Deberían encontrarlo, les he dado todos los datos.
—El problema —había continuado diciendo el policía— es que, en su despacho, todo está hecho trizas, no hay un trozo de papel más grande que una uña y…está bien, veremos lo que se puede hacer.
No sabía qué era lo que había omitido, pero parecía grave.
No puede ser tan difícil localizar a Álvaro, pensaba. De todas formas, no tendría responsabilidad alguna, ya que estaba sometido a un trance hipnótico. Pero había que aclarar todo aquello.
Varias semanas más tarde, me habían quitado los pesos de las piernas y después las escayolas.
Poco después había comenzado la rehabilitación.
En los ratos libres que me dejaba la recuperación me llevaban con silla de ruedas a la consulta del psiquiatra en la planta superior. Me ayudaría, me dijeron, a superar el trauma. Yo asentí dócilmente, tampoco me iba a hacer daño, pensaba.
Esperaba que éste me trataría como a un colega y que podríamos mantener una conversación profesional. Pero no fue así.
Desde el principio había dejado muy claro que él era el médico y yo la paciente. Me di cuenta de que, como muchos psiquiatras, no sentía ninguna simpatía por los hipnólogos.
Me “subían” a su consulta dos veces por semana y no tardé mucho en sentirme incómoda con esas sesiones. Me di cuenta de que no creía ni una sola palabra de lo que le contaba y siempre empezaba las sesiones haciendo que se lo repitiera todo. Una y otra vez.
—Mire —le dije ese día, harta de la situación— conozco el método y sé lo que pretende, pero eso es lo que pasó y por muchas veces que me lo haga repetir, no va a cambiar nada.
—Sí, desde luego, conoces el método —me dijo, él me tuteaba, mientras yo debía tratarle de usted, de acuerdo con sus normas— y eso lo hace todo más difícil.
—¿Difícil? ¿Cómo que difícil? —me ponía de los nervios— mire, yo no estoy loca, no soy uno de sus pacientes con problemas mentales, soy una profesional que se ha encontrado con algo “anormal” en su trabajo.
El asintió, a continuación, me dio un discurso.
El mismo discurso que me había dado cada vez, desde que comenzaran las sesiones.
El mismo que yo había dado a mis pacientes miles de veces: Cómo la mente puede jugar malas pasadas y confundir las cosas, cómo el subconsciente nos hace ver cosas que no son, etc., etc., etc.
—Sí, sí, sí —le contestaba yo— de acuerdo, ya me lo sé.
Sentía una real antipatía por ese hombre. Me había equivocado al aceptar la terapia y no me ayudaba en nada, sino más bien, al contrario.
Un día, al salir de la consulta, le rogué al enfermero que empujaba la silla de ruedas que me llevará a Dirección, pero, para mi sorpresa, me dijo que no estaba permitido y que si quería algo tenía que esperar a la consulta con el médico que me llevaba.
—Muy bien —le dije— entonces, ¿cuándo puede pasar el médico?
—No lo sé —me dijo lacónicamente— tiene que decírselo a la enfermera de planta.
Lo hice en cuanto llegué a la habitación, pero, esta me contestó que, si no era por una urgencia, tendría que esperar a que hiciera “la ronda”.
Me enfadé, la ronda podía demorarse varios días, ya que solo visitaban diariamente a los enfermos recién operados, a los de “larga estancia” como yo, los visitaban una vez por semana para comprobar que la recuperación seguía su curso.
Tuve una visita más con el psiquiatra antes de que el médico me visitara.
—Quiero abandonar las visitas al psiquiatra le dije en cuanto apareció por la puerta de la habitación.
—¿A ver? ¿Cómo nos encontramos hoy? —preguntó sin hacerme el menor caso. Era uno de esos médicos que siempre se dirigen a un paciente en plural, como si él formara parte del mismo.
—Bien —le respondí— pero quiero abandonar las sesiones con el psiquiatra, creo que no me ha oído.
Su semblante era grave cuando me miró.
—Eso no lo decido yo —me dijo— ya la he oído, pero no es mi competencia.
—¿Cómo? —protesté— he tenido que esperar tres días a verle para decírselo y ¿ahora me dice que no es su competencia?
—No, yo soy el traumatólogo, no decido esas cuestiones.
De verdad que las competencias de un hospital son algo cansino.
Intenté calmarme y hablar con normalidad. No quería parecer más loca de lo que ya creían que estaba.
—De acuerdo, entonces ¿con quién tengo que hablar?
Pareció dudar si darme una respuesta o no. Me miró fijamente. ¿Era un destello de lástima lo que había visto en sus ojos?
—Mire —me dijo sosegadamente. Me di cuenta de que no quería humillarme— está usted bajo la tutela del hospital y es el psiquiatra quien decide si continuará con las sesiones o no…
—¿Qué? —le interrumpí. Esto ya era demasiado— ¿Qué quiere decir que estoy bajo la tutela del hospital? ¿Me ha declarado loca o algo así?
Sabía que, si ese era el caso, mi actitud no iba a ayudar, pero estaba fuera de mí en ese momento.
Exigí ver inmediatamente a alguien que tuviera responsabilidad en ese tema. Ante la negativa, le pregunté si podía llamar a mi colega, a la policía, a un abogado… Todo fue inútil, una enfermera entró con una inyección en la mano y me sumí en un profundo sueño.
Cuando me desperté estaba atada a la cama con correas, en una habitación diferente, y me dolía la cabeza. Intenté gritar o llegar al timbre que pendía en lo alto de la cama, pero estaba demasiado lejos. No podía hacer otra cosa que esperar a que llegara alguien. Dormí durante otro buen rato.
Volví a despertar. No había forma de saber cuánto tiempo había pasado, pero ahora la luz del día se extinguía tras la ventana. Entonces, alarmada por el descubrimiento, me di cuenta de que la ventana estaba protegida con rejas. ¡Estaba en la planta de psiquiatría!
El corazón me latía con fuerza. ¡Estaba metida en un buen lío!
Intenté calmarme como pude, haciendo respiraciones profundas de yoga, pero me dolía demasiado la cabeza para poder concentrarme. El miedo me invadía y me obligué a contar desde cien hasta cero, para acallar la voz que sonaba en mi interior y que me susurraba cada vez más fuerte: estás ingresada por loca…
—¡No! —grité en un momento dado, aterrorizada por mis propios pensamientos.
Y en ese momento entró una enfermera.
—Muy bien —dijo sonriente— ya se ha despertado. ¿Cómo se encuentra?
—Me duele la cabeza —dije dispuesta a no hacer ni decir nada que agravara la situación— ¿puede darme algo?
—Claro, me dijo, voy a ver lo que ha pautado el doctor.
Salió de la habitación. Mientras, intentaba con toda mi alma parecer tranquila.
Regresó con un vaso de agua y un comprimido.
—A verrr —dijo arrastrando la erre, mientras me alcanzaba el comprimido a los labios— vamos a tomarnos estooo
Otra que también hablaba en plural, me dije. Pero, no era eso lo que me preocupaba en ese momento.
—¿No va a desatarme? —pregunté— Le aseguro que no me voy a escapar —bromeé.
Intentaba parecer tranquila, pero no lo estaba en absoluto.
—No, cariño —me dijo suave, pero firmemente— solo cuando lo diga el doctor.
Sentí una oleada de nauseas, pero no dije nada. En ese momento era plenamente consciente de que todo lo que dijera podría ser empleado en mi contra. Tenía que actuar con inteligencia. Tenía que haber alguna forma de arreglar esto.
Tragué dócilmente el comprimido con un poco de agua y esperé a que hiciera efecto, mientras la enfermera desaparecía por la puerta.
No sentía ganas de hacer pipí, debía tener puesta una sonda. ¿Pero, cuánto tiempo llevaba allí? Me pregunté.
La enfermera había bajado la persiana antes de salir y me hallaba sumida en la más absoluta oscuridad.
Veamos, pensé, vamos a repasar todo desde el principio. Asqueada, me di cuenta de que me estaba pareciendo al psiquiatra. Pero aparté esos pensamientos, debía recordar hasta el último detalle para la próxima sesión.
Pasé la noche sin dormir, repasando mentalmente, una y otra vez, todo lo acaecido durante la sesión de hipnosis de Álvaro. No pasé por alto ningún detalle. Pero su nombre, apellidos y el nombre de la inmobiliaria en la que trabajaba, se resistían a acudir a mi mente.
Los dos días siguientes transcurrieron así, la enfermera entraba y salía. Me administraba una medicación que no podía rehusar. Permanecía atada. Dormía de vez en cuando y cuando estaba despierta intentaba aclarar más y más detalles del “incidente”, como lo había bautizado en mi mente. Pero aquellos datos se negaban a aflorar. Me sentía absolutamente incapaz de recordarlos.
La mañana del tercer día, la enfermera entró y me deseó los buenos días. Hurgó entre mis piernas, mientras me decía que me iba a quitar la sonda. Sentí un escozor mientras el tubo salía de mi uretra. Después me desató las piernas, luego los brazos.
—Vamos a estar tranquilas, ¿de acuerdo? —me decía mientras me desataba.
Me dieron ganas de gritar que con quién se creía que hablaba, pero me contuve. Asentí en silencio.
—Muy bien, pues ahora a la ducha —me dijo mientras me acompañaba a la puerta del aseo que había en la habitación.
Entró conmigo y se sentó en un pequeño taburete al lado del lavabo.
—¿Se va a quedar ahí? —pregunté
—Si claro, es mi obligación.
Suspiré. Entré en la ducha mientras me compadecía de mi misma. Me duché en silencio. Me dolían todos los músculos el cuerpo por tantos días de inactividad.
La ducha me sentó bien, pero me sentía débil. Mi único alimento, durante no sabía cuánto tiempo, había sido el suero.
La enfermera me hizo volver a la cama y volvió a salir. En ese momento me di cuenta de que cerraba la puerta tras de sí ¡con llave! ¡Estaba encerrada!
A mediodía me trajo un poco de sopa. No tenía hambre, solo quería volver a ver al médico, pero me la comí. Sabía que de no hacerlo podría estropear la situación más de lo que ya estaba.
Por la tarde, zumo y galletas. Por la noche, puré y flan. ¡Una comilona en toda regla!
Al día siguiente, después del desayuno, la enfermera, siempre la misma, me anunció la visita del doctor para primera hora de la tarde.
Pasé el resto de la mañana, preparando mentalmente el encuentro. Planeaba lo que iba a decirle. Imaginaba lo que me contestaría él y preparaba mis respuestas para todas las eventualidades.
Después de la comida, esperé con impaciencia la hora de la visita. Pero, nadie venía a buscarme. Sin duda, lo hacía a propósito para ponerme nerviosa. Pero, no estaba dispuesta a permitirlo. Si por lo menos tuviera algo para leer, una tele o alguna distracción, suspiré. Pero, no había nada de nada y el tiempo pasaba lentamente.
Se escuchó girar la llave en la cerradura y la puerta se abrió para dar paso al psiquiatra con una expresión triunfal que parecía decirme: ¿ves lo que pasa por enfrentarte a mí?
Luché contra mí misma para no abofetear esa estúpida cara. En lugar de ello, di las buenas tardes educadamente.
—Bueno, parece que te encuentras mejor —dijo sin la menor muestra de simpatía.
—Si eso parece —dije. Y esperé
—Bien, ¿más dispuesta a colaborar? —me preguntó.
—Haré lo que pueda doctor —dije con toda la calma de que fui capaz— ¿comenzamos de nuevo por el principio?
Lo dije imitándole e, inmediatamente, me arrepentí, no era así como iba a conseguir algo.
Me miró con furia y me dijo con sarcasmo
—Sí, eso es, veo que lo has entendido.
—Vale —suspiré.
Le conté otra vez la misma historia, añadiendo algunos detalles que había logrado sacar de mi memoria. Él escuchaba, impasible. Su rostro no mostraba emoción alguna.
Cuando acabé el relato, le dije
—Mire doctor, ya sé que todo esto es muy raro. Conforme lo voy recordando me va pareciendo una historia inverosímil. Pero eso es lo que ocurrió. ¿Ahora puedo yo, hacerle preguntas?
—Pregunta —dijo sin mucha convicción— responderé a lo que pueda.
—¿Por qué estoy encerrada? —le pregunté, aunque la respuesta ya la sabía
—Para tu propia seguridad
—De acuerdo —ahora venía lo más difícil— ¿por qué no me cree?
—Ya sabes la respuesta. Tú misma lo has dicho. Esta historia es inverosímil.
—Ya… —dije pensativa. Por ahora, las cosas iban como las había planeado— pero, la policía, está investigando, ¿no? ¿Han encontrado a Álvaro?
Titubeó unos instantes, parecía dudar la respuesta.
—La policía ha encontrado algo, sí.
—¡Bien! —grité más fuerte de lo que hubiera querido— entonces, algo habrán aclarado…
Era más una pregunta anhelante que una afirmación.
—De acuerdo —dijo— te contaré algunas cosas, a ver si así conseguimos avanzar en algo. La policía ha buscado a ese “supuesto” Álvaro por todas partes. No había ningún expediente en el despacho. Por lo menos nada reconocible como tal…
Y siguió explicando…
Al parecer, mi despacho estaba tan destrozado como yo recordaba que había quedado. Obra de un loco, dijo mirándome fijamente.
La policía había recorrido las inmobiliarias de la zona en la que yo había indicado que se hallaba la agencia en la que trabajaba mi paciente. En ninguna de ellas, trabajaba, ni había trabajado, ningún agente que se llamara Álvaro, ni que correspondiera a mi descripción, ni que se fuera a casar en breve. En ninguna tenían ninguna cita con mi nombre para enseñarme pisos en venta. Nadie sabía quién era yo, ni habían oído hablar nunca de mí.
Los vecinos del edificio donde se hallaba mi consulta no habían visto entrar a nadie aquel día, ni siquiera a mí. Habían oído un gran escándalo y habían estado a punto de llamar a la policía, pero no habían oído voces, solo ruido. Como se había calmado poco después, no llegaron a llamar.
En conclusión, creían que, yo misma en estado de enajenación mental por alguna causa que hasta ahora desconocía, había destrozado mi despacho y me había lastimado a mí misma haciéndolo.
—Pero, ¡eso es imposible! —dije cuando acabó de hablar— ¡nadie puede hacerse a sí mismo las lesiones que yo sufría!
—He visto cosas peores —dijo— y no había ninguna señal de que alguien te hubiera tocado.
Abrí la boca para replicar, pero, horrorizada, me di cuenta de que llevaba razón. ¡No me había tocado! ¡Todo había sido mental!
—Supongo que usted no cree en cosas paranormales —dije abatida.
—No, así es. Creo que tú hiciste todo eso. Así que, ahora, veamos, una vez más. ¿Estabas enfada o angustiada por algo, aquel día o en aquellos días?
—No —dije calladamente— mi vida era perfecta hasta aquel día. Tengo un trabajo que me gusta, ayudo a la gente, me gano bien la vida. No tengo motivos para eso.
—¿Tienes problemas de familia, de pareja?
—No —repetí— me dedico por entero a mi trabajo y a mis estudios. Mis padres murieron. No tengo hijos ni marido. Tampoco tengo hermanos.
—Ya… te sientes sola y…
No le dejé terminar.
—No me siento sola, es la vida que yo he elegido tener. No tengo ningún problema.
Mi único problema es usted, quería añadir, pero me contuve.
Buscaba algo a lo que aferrarme, cuando dio por terminada la sesión y se despidió hasta dentro de dos días.
Se fue y cerró la puerta con llave.
Me quedé sola en la habitación. Sola con la terrible realidad, creían de verdad que estaba loca.
Durante los dos días siguientes, me debatía sobre qué decisión tomar.
Quizás lo más fácil, sería admitir la enajenación, pasar por la terapia engañando al psiquiatra y marcharme cuando él decidiera que estaba bien. Pero, en primer lugar, no sabía cuánto tiempo podía durar aquello y, sin duda, antes de que decidiera darme el alta, sería ingresada en un hospital de salud mental, con otros enfermos. No estaba loca, pero, podría llegar a estarlo entre la compañía y la medicación. En segundo lugar, mi reputación y mi carrera quedarían dañadas para siempre, si no lo estaban ya. Mi colega no había vuelto a visitarme, así que imaginaba que habría dado alguna explicación a los pacientes que tenían cita conmigo.
No, tenía que encontrar la forma de recordar los datos de Álvaro, para que la policía pudiese encontrarle.
Entonces se me ocurrió. Fue una idea fugaz que poco a poco fue tomando forma. No había documentos, pero tenía memoria. Todo queda registrado en la memoria. Incluso los mínimos detalles, aquellos en los que nunca hemos reparado, quedan registrados para siempre en algún lugar del cerebro. Los pacientes, bajo hipnosis, recuerdan detalles insignificantes de forma minuciosa. ¡Me sometería a hipnosis!
Sin embargo, había un pequeño gran problema, mi “apreciado” psiquiatra no hacía hipnosis y, por lo que parecía, tampoco le gustaba el método. ¿Cómo le convencería?
Durante las siguientes sesiones, me mostré más colaboradora. Tuve que hacer alarde de toda mi paciencia, para esperar día tras día, sin nada que hacer, planeando mi comportamiento y mis respuestas, para ganarme su simpatía.
Me costó trabajo. Mucho trabajo. Pero poco a poco, el doctor se fue convenciendo de que no trataba con una enferma mental. O, por lo menos, empezó a tener sus dudas.
Varias semanas después, me armé de valor.
Ya estaba totalmente restablecida de mis lesiones. Pocos días después de que empezase a “colaborar”, se reanudaron mis sesiones de rehabilitación y un enfermero venía a buscarme cada día para llevarme abajo, a la sala de recuperación. Era un alivio poder hablar normalmente con otras personas. Me alegré de ver a mis terapeutas. Pero me guardé muy bien de hacer ningún comentario. Ellos tampoco preguntaron.
Sabía que, en cuanto me dieran el alta en traumatología, sería trasladada a un hospital mental. Tenía que hacerlo antes, porque si no, a buen seguro, me cambiarían el psiquiatra y tendría que empezar de cero con otro.
Finalizando la sesión, le llevé a mi terreno.
—Doctor… —dije titubeando expresamente— he pensado… se me ha ocurrido… que, quizás… bueno que quizás, bajo hipnosis, podría recordar más cosas de aquel día y podría saber…. Porque hice lo que hice…
Había estado a punto de decir otra cosa. De decir que podría recordar el nombre de Álvaro, de su inmobiliaria, su número de móvil, todo lo que me hacía falta para probar que era cierto. Pero no lo dije.
Esperé ansiosamente su respuesta que se demoró una eternidad.
—Lo pensaré —dijo finalmente.
Y dio por terminada la sesión. Salí de su despacho y el enfermero de 1,90 que aguardaba fuera, me llevó a mi cuarto. Hacía ya algún tiempo que era yo la que iba a su despacho y no él a mi habitación.
Los dos días que me separaban de la siguiente visita se me hicieron interminables. Me consumía pensando en si le habría convencido o si, por el contrario, había echado a perder todo lo conseguido hasta el momento.
El mismo día que tenía que acudir al despacho del psiquiatra, me anunciaron que me daban el alta de traumatología. Casi se me para el corazón. Regresé a la habitación cabizbaja. El tiempo parecía infinito mientras esperaba.
Por fin me vinieron a buscar. El enfermero-armario-empotrado, me condujo hasta la consulta del doctor y me abrió la puerta para que pasara. Levanté la vista con el corazón en un puño. En el interior, se hallaba el doctor con otro hombre vestido también con bata blanca. ¡Estaba perdida, me iban a trasladar!
Tomé asiento. Esperé sintiéndome como un condenado esperando su sentencia de muerte. Pero, para mi sorpresa, el psiquiatra, me presentó a su acompañante.
—Este es mi colega, el Doctor López —me dijo— le he pedido que viniera para hacer la sesión de hipnosis. No estoy convencido de que sirva para algo, pero, le he hablado del tema y le ha interesado mucho. Vamos a probar, si así lo deseas.
¿Desearlo? ¡En mi vida me habían dado tan buena noticia!
El Dr. López me hizo algunas preguntas. Por suerte no me volvió a hacer repetir toda la historia. Le sugerí que me preguntara todos los datos que pudiera. Aunque yo también estaba casi convencida de que habían sido alucinaciones, mentí, no estaba demás asegurarse. Me di cuenta de que a mi psiquiatra no le gustó nada esa observación, pero el otro pareció estar de acuerdo, con gran alivio por mi parte.
Me arrellané en el sillón y comenzó la inducción a la que me entregué en cuerpo y alma.
Escuchaba la voz monótona del Dr. López mientras intentaba llevarme al trance, mientras yo sentía como me invadía la cálida sensación del sueño que se acerca… Creía que me había dormido, cuando me percaté de que algo iba mal. ¿Era mi cuerpo el que se estaba moviendo así? ¿Qué pasaba? ¿No conseguía entrar en trance? Me alarmé. ¡No podía ser! ¡Tenía que funcionar! ¡No tendría otra oportunidad! Abrí los ojos para mirar al Dr. López y vi expresión de sorpresa en su rostro.
—¿Quién eres? —me preguntó, con poca confianza en sí mismo
¿Qué quién soy? ¿Pero qué estaba diciendo? ¿Cómo qué quién era? ¿Me estaban tomando el pelo?
Me sentía enfadada. Muy enfadada. La Rabia subía desde mi estómago y salía por todos los poros de mi piel…
Abrí la boca para responder a la pregunta. Pero lo que salió de mis labios, no fue mi voz… lo que salió de mi garganta fue una carcajada diabólica.
¡No podía ser yo! ¡Imposible!
Mis labios volvieron a moverse
—No te importa quién soy, sino lo que quiero….