Cuando la razón y la emoción bailan juntas: la unión de dos fuerzas

El falso dilema que nos divide

Desde niños nos enseñan que hay que elegir: “piensa con la cabeza” o “haz caso a tu corazón”. Como si fueran dos canales de radio incompatibles, uno transmitiendo datos y ecuaciones y el otro gritos, lágrimas o carcajadas. Lo curioso es que el mandato cambia según quién lo pronuncie y en qué contexto: los padres suelen pedir cabeza, los amigos piden corazón, los maestros suelen inclinarse por la lógica, los enamorados por la emoción. Y nosotros, en medio de ese ruido, terminamos creyendo que hay que elegir entre ser seres racionales o emocionales.

Este dilema, además de falso, es injusto. Porque lo que en realidad nos constituye es el entrelazamiento de ambas dimensiones. El cerebro mismo lo sabe: la corteza prefrontal analiza, mientras que la amígdala dispara las alarmas emocionales. Y ninguna puede desconectarse del todo de la otra. Incluso las decisiones más frías, como comprar un coche o firmar un contrato, llevan detrás una emoción: miedo, deseo, ambición, seguridad.

La sociedad, sin embargo, ha levantado estatuas de mármol para la razón. Se la viste de toga, se le da el poder del juez, se la erige como el estándar de lo correcto. Mientras tanto, a la emoción se la coloca en la esquina del escándalo, del error, del arrebato. Y así se perpetúa la idea de que una es noble y la otra es peligrosa. Pero la mentira queda expuesta en cuanto observamos la vida real: las pasiones han movido más revoluciones, más descubrimientos y más actos de amor que cualquier cálculo frío.

El baile inevitable

La metáfora del baile no es gratuita. La razón y la emoción no son rivales en un ring, sino bailarines en una pista improvisada. A veces es un tango: uno conduce con firmeza mientras el otro cede, pero ambos se necesitan para que el movimiento tenga sentido. Otras veces es una danza tribal, caótica, con pasos bruscos que parecen no coordinar, pero que al final generan una energía poderosa.

Miremos nuestras propias decisiones cotidianas. ¿Qué comemos, qué vestimos, a quién escribimos o no escribimos un mensaje? Incluso las más pequeñas están teñidas de emoción. La supuesta objetividad se cuela por las grietas en forma de preferencias, manías, intuiciones. Y lo mismo ocurre al revés: la emoción pura nunca actúa sin pasar, aunque sea mínimamente, por un filtro de razonamiento. Un niño que llora no lo hace porque sí: ha aprendido que el llanto provoca una reacción. La emoción se vuelve razón en miniatura.

Aceptar que ambas conviven no significa que sea fácil integrarlas. La tensión es constante. La razón nos pide prudencia y la emoción grita riesgo. La emoción pide abrazar, y la razón advierte que ese abrazo puede costar caro. El punto no es sofocar a una para dar el control a la otra, sino permitir que dialoguen. Ese es el baile verdadero: una conversación en movimiento, donde cada paso nace del roce con el otro.

La pareja y la mentira sagrada

Si en algún terreno la tensión entre razón y emoción se vuelve brutal, es en el amor. Allí donde todo parece exaltado, absoluto y sagrado, también aparece el juicio más feroz hacia la mentira. Se nos ha hecho creer que la sinceridad es el cemento que mantiene unida la pareja, y que cualquier fisura en esa muralla es imperdonable. Pero pensemos un instante: ¿qué es más humano, ser transparentes como un cristal —algo imposible incluso con nosotros mismos— o dejarnos arrastrar por la necesidad de protegernos y proteger al otro con medias verdades?

Las rupturas más sonadas suelen tener como causa la mentira o la infidelidad. Pero rara vez se mira más allá: ¿qué había detrás de esa mentira? ¿miedo al abandono? ¿vergüenza de mostrarse vulnerable? ¿deseo de no herir? La emoción empuja a ocultar, la razón intenta justificar. Y sin embargo, la sociedad no quiere saber de matices. El engañado se erige como juez supremo, condena sin indagar qué parte de sí mismo alimentó la situación. Como si el peso de toda la responsabilidad se pudiera cargar solo en un hombro.

Aquí la danza se convierte en tragedia porque no dejamos que razón y emoción negocien. Queremos explicaciones racionales para algo que es profundamente emocional, y al revés, queremos perdón emocional para algo que también tiene lógicas de fondo. La “sinceridad sagrada” termina siendo un mito que pocos cumplen, pero que todos veneran. Y la mentira, que forma parte de nuestra biología, se convierte en pecado mortal.

El humor de lo inevitable

Pero seamos claros: la mentira, el autoengaño, la máscara, están en nuestra naturaleza. Y no solo en la nuestra. El camaleón que cambia de color, la planta que imita una piedra para que no la devoren, el animal que finge estar muerto. Todo el ecosistema está lleno de “mentiras” biológicas. Nosotros simplemente lo hemos elevado a arte. Y aunque duela admitirlo, también lo hemos llenado de humor.

¿Quién no ha visto a un niño con la boca manchada de chocolate jurar solemnemente que no ha tocado la tableta? O a un perro que baja la mirada y mueve la cola como si fuera inocente, mientras el cojín destrozado todavía está caliente en el suelo. Esos pequeños actos son tan conscientes como adorables. Y lo irónico es que, aunque sabemos que nos mienten, nos enternecen. Ahí está la clave: no es la mentira lo que nos rompe, sino la intención que creemos detrás de ella.

Reírnos de esas pequeñas farsas es reconocer que la mentira no es un monstruo externo que invade nuestra vida, sino una parte intrínseca de nuestra forma de sobrevivir, de convivir y hasta de amar. La razón nos recuerda que “están mintiendo”, la emoción nos invita a sonreír y seguir jugando. Esa también es una danza.

Donde se encuentran las dos mareas

Quizá el error ha sido siempre querer que la razón domine a la emoción o que la emoción derrote a la razón. Como si fueran enemigas en un campo de batalla y no corrientes de un mismo mar. La razón nos da la brújula, pero sin emoción no habría viaje. La emoción nos da el viento, pero sin razón acabaríamos naufragando.

Al final, no se trata de escoger bando, sino de escuchar el ritmo que marcan cuando se cruzan. A veces es un compás desordenado, otras un acorde perfecto. Pero siempre nos recuerdan que estamos vivos: que pensamos y sentimos, que calculamos y soñamos, que analizamos y amamos.

Donde la razón y la emoción bailan juntas, la vida deja de ser un dilema y se convierte en arte. Y en ese arte reconocemos lo que somos: criaturas hechas de carne y de misterio, capaces de medir el mundo y, al mismo tiempo, de estremecerse con su belleza.

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