La mentira como pulso vital

Si hiciéramos una encuesta universal y preguntáramos: ¿Eres sincero?, la mayoría levantaría la mano con orgullo. Nadie quiere reconocerse como mentiroso. Es más, se nos llena la boca ensalzando la sinceridad como si fuese la más alta virtud humana, cuando en realidad la mentira late bajo la piel de todos nosotros. Sí, de todos. No existe ser humano que no haya mentido alguna vez. Y, si alguien asegura lo contrario, acaba de sumar una mentira más a su historial.

La sociedad entera es hipócrita en este punto. Hablamos de “sinceridad” como quien levanta una estatua, pero enseguida inventamos categorías para blanquear lo que contradice nuestro discurso: mentiras piadosas, mentiras de cortesía, mentiras para proteger a otro. La lista es larga, y todas se toleran. Nadie iría a visitar a un enfermo para decirle: “estás horrible, parece que te queda poco”. Y nadie, en una boda, se atreve a declarar: “ese traje te queda fatal, pareces un cortinón con volantes”. Mentimos, y todos lo sabemos. Pero seguimos jugando al teatro de que la sinceridad es un valor absoluto.

Lo cierto es que la mentira es mucho más antigua que la moral y las buenas costumbres. La mentira no nació con el lenguaje, sino con la vida misma. La naturaleza es la gran maestra del disfraz: las mariposas que fingen tener ojos de búho en sus alas para espantar a un depredador; el camaleón que se funde con la rama para pasar inadvertido; la orquídea que imita la silueta de una abeja para seducir a los machos y lograr polinización gratis. ¿Y vamos a pensar que el ser humano, hijo de esa misma naturaleza, iba a librarse de ese instinto? Mentir es, en cierto modo, camuflarse. Es supervivencia en acción.

Por eso los niños no necesitan un manual para aprender a mentir. Lo hacen solos, como respiran. Un niño de cuatro años que rompe un vaso sabe perfectamente cómo negar con ojos grandes y cara de inocencia, aunque tenga el trozo de cristal aún en la mano. Nadie se lo ha enseñado; no hay escuela de mentira en el parvulario. Simplemente, lo lleva en sus genes. Mentir es una de las primeras formas de protegerse del castigo o de asegurarse la aprobación.

Y no solo los niños. Yo misma he observado con asombro cómo mis animales desarrollan este “arte”. Uno de ellos hace una trastada, y con un simple movimiento, con una mirada o con un ladrido estratégico, logra que la culpa parezca del otro. Y lo hace con tal precisión, con tal consciencia del resultado, que me resulta difícil creer que no sepa exactamente lo que está pasando. Es su instinto, pero también es cálculo. En definitiva: es mentira.

Lo que quiero decir es que la mentira no es un defecto moral aislado, ni una enfermedad del carácter, ni siquiera un “vicio humano”. Es una herramienta evolutiva que hemos heredado de la naturaleza. La sinceridad absoluta sería una especie de suicidio social: imagina un mundo donde nadie pudiera callarse lo que piensa. Duraríamos cinco minutos. La mentira, a veces, suaviza, protege, aplaza, permite sobrevivir en la jungla que hemos construido como sociedad.

Las raíces de la mentira

La mentira, como toda conducta humana, tiene un mapa de causas que se repiten con tanta frecuencia que parecen universales. No mentimos porque sí, ni porque seamos demonios disfrazados de buenas personas; mentimos porque algo nos empuja.

La primera raíz es el miedo. Miedo al castigo, miedo a la desaprobación, miedo a perder algo que consideramos vital. El niño que niega haber roto el jarrón no está pensando en la estética de la verdad, sino en el golpe que teme recibir o en la bronca que lo espera. El adulto que finge estar contento con un regalo espantoso no lo hace porque disfrute engañando, sino porque teme herir a quien se lo ha dado. La mentira se vuelve un escudo, una capa de invisibilidad con la que protegerse de una consecuencia que se percibe como peor que la incomodidad de faltar a la verdad.

La segunda raíz es la necesidad de proteger. Mentimos para que alguien no sufra, para suavizar un golpe. El médico que busca palabras más amables para dar un diagnóstico duro está mintiendo en parte, pero lo hace con la intención de amortiguar la caída. El amigo que dice “tranquilo, todo saldrá bien” aun sabiendo que probablemente no sea así, está regalando una dosis de esperanza disfrazada de certeza. Y a veces esa esperanza sostiene más que la verdad desnuda.

La tercera raíz es la supervivencia social. Mentimos porque la tribu humana es un enjambre de jerarquías, intereses y alianzas, y decir siempre la verdad sería como lanzarse desnudo a un enjambre de avispas. Si en una reunión de trabajo alguien pregunta qué opinamos del jefe y respondemos con toda sinceridad, probablemente acabemos en la calle antes de que acabe la semana. La mentira, en este caso, es lubricante social: mantiene la maquinaria en marcha sin que se rompan los engranajes.

Luego están las mentiras de poder: aquellas que se dicen para manipular, para dominar, para sacar ventaja. Aquí entramos en el terreno más oscuro. Son las mentiras que sostienen sistemas políticos, que justifican guerras, que inflan currículos, que venden milagros en tarros. Estas son las que hacen daño, las que corrompen, las que convierten a la mentira en arma. Pero incluso aquí, si se mira con lupa, encontramos la misma raíz: miedo a perder el poder, necesidad de control, instinto de sobrevivir a costa del otro.

Y, por último, existe la mentira inconsciente, esa que brota casi sin darnos cuenta. Decimos “estoy bien” cuando por dentro nos estamos desmoronando. Decimos “no pasa nada” mientras el pecho nos arde de rabia. No lo hacemos por maldad, sino porque a veces la verdad es demasiado pesada para cargarla en público. Es un mecanismo automático que nos da tiempo a recomponernos.

En definitiva, la mentira no surge del vacío: brota de la misma matriz que sostiene toda la conducta humana. Miedo, amor, poder, supervivencia, compasión. No es que esté “bien” o “mal”: es que está ahí, forma parte de la ecuación.

Los efectos de la mentira

La mentira es un cuchillo de doble filo. Puede salvarnos en un momento crítico o desgarrarnos en otro. Puede ser bálsamo o veneno, abrazo o puñalada. Todo depende del contexto, de la intención y de la medida.

En su versión más amable, la mentira sostiene. A veces la verdad desnuda sería insoportable y la mentira actúa como un colchón. Decirle a alguien que se ve bien, aunque la enfermedad le haya robado el color, puede darle fuerzas para seguir. Prometer que todo irá mejor puede abrir un resquicio de esperanza que permita soportar el presente. No se trata de engañar cruelmente, sino de posponer el golpe, de suavizar la dureza de lo real hasta que el corazón esté preparado para asumirlo.

También puede suavizar las aristas sociales. No es lo mismo callar una opinión hiriente que soltarla sin filtro en nombre de la sinceridad. Si alguien nos invita a cenar y la comida nos parece intragable, decir “estaba delicioso” no es un crimen, es una forma de cuidar el vínculo. La vida sería insoportable si cada encuentro humano se convirtiera en un interrogatorio de verdades brutales.

Pero la mentira también destruye. Cuando se usa como arma, cuando se repite hasta convertirse en sistema, cuando se convierte en el pilar de una relación o de un poder. Una pareja que se sostiene en engaños está construida sobre arena; un gobierno que se alimenta de falsedades acaba en podredumbre; un individuo que miente compulsivamente termina sin saber quién es. Ahí la mentira deja de ser estrategia de supervivencia para volverse autodestrucción.

Por eso es inútil pretender erradicarla por completo, pero también es peligroso justificarla siempre. Lo que necesitamos no es negar su existencia ni glorificarla, sino aprender a reconocerla, a medirla, a preguntarnos por qué aparece en cada situación. Si se dice por miedo, quizá lo que falta es confianza. Si se dice por compasión, quizá lo que hace falta es tiempo. Si se dice por poder, quizá lo que hay es vacío interior.

Y aunque nos esforcemos en la sinceridad, nunca seremos absolutamente transparentes. Somos animales que aprendieron a sobrevivir camuflándose, somos herederos de plantas que engañan a los insectos y de animales que se disfrazan para cazar o escapar. La mentira está en nuestros genes, y lo único que podemos hacer es mirarla de frente, sin hipocresía, sabiendo que a veces nos salva y a veces nos hunde.

Quizá lo verdaderamente honesto no sea prometer que nunca mentiremos, sino reconocer que la mentira es parte de lo que somos. Y que la sinceridad absoluta, esa estatua que adoramos en público mientras la traicionamos en privado, no es más que otro tipo de mentira socialmente aceptada.

La mentira como verdugo en las parejas

Si en algún lugar la mentira ha sido declarada enemiga pública número uno, es en el terreno de la pareja. Junto a la infidelidad —que en el fondo no deja de ser otra forma de mentira— es la causa más común de rupturas, divorcios y dramas con lágrimas, discusiones interminables y muebles que vuelan por los aires.

Aquí se manifiesta con toda su fuerza la santificación de la sinceridad. Hemos convertido la verdad absoluta en un tótem al que se rinde culto, y la mentira, en consecuencia, pasa a ser el pecado imperdonable. Si alguien descubre que su pareja le ha ocultado algo, la reacción más común no es preguntar ni escuchar, sino erigirse en juez, jurado y verdugo: “me engañaste, así que ya no hay nada más que hablar”. La sentencia se dicta sin proceso.

Lo curioso es que esta visión maniquea olvida lo esencial: que la mentira también nace de un contexto, que detrás de ella puede haber miedo, necesidad de protección, incapacidad de afrontar una reacción. No siempre es un cálculo frío ni un deseo de traición, sino una estrategia —equivocada, sí— para evitar un conflicto que parecía insoportable.

Más aún: muchas veces la mentira surge como un reflejo ante la actitud del propio “engañado”. Cuando alguien se vuelve tan rígido, tan exigente o tan poco receptivo a la verdad incómoda, acaba generando el terreno perfecto para que el otro mienta. No porque no exista amor, sino porque no hay espacio para expresar vulnerabilidad sin recibir condena inmediata. Paradójicamente, la intolerancia radical hacia la mentira puede ser la causa de que la mentira aparezca.

Y aquí está la ironía de hierro: mientras declaramos que “la sinceridad lo es todo”, casi nadie soporta escuchar la verdad completa de su pareja en todos los aspectos. ¿Quién realmente querría saber cada pensamiento, cada deseo, cada comparación, cada duda? La sinceridad absoluta sería insoportable, pero cuando descubrimos que el otro mintió, nos convertimos en inquisidores.

La mentira no debería convertirse en una coartada universal, pero tampoco en una pena de muerte emocional. Lo que mata a muchas parejas no es la mentira en sí, sino la incapacidad de detenerse a preguntar: ¿por qué ocurrió?, ¿qué miedo había detrás?, ¿qué parte de mí contribuyó a que esto pasara? Esa conversación rara vez se tiene, porque la sociedad ya ha colocado la mentira en el pedestal de los crímenes capitales.

La mentira como travesura cotidiana

Para no terminar en tono solemne, conviene mirar a la mentira en su versión más doméstica, esa que nos arranca sonrisas porque revela lo humanos —y lo animales— que somos.

Los niños son verdaderos genios en esto. Nadie les da un máster en engaños y, sin embargo, a los tres o cuatro años ya manejan con soltura un catálogo de trampas dignas de un político veterano. El clásico “yo no he sido” con la cara salpicada de chocolate después de arrasar la despensa es un monumento a la creatividad. O el “se ha roto solo” mientras sostienen el jarrón en pedazos. Mentiras descaradas, torpes, pero llenas de ingenio instintivo. No las aprendieron de nadie; nacieron con ellas en la caja de herramientas de la supervivencia.

Y no son solo los niños. Mis propias mascotas han demostrado que la mentira también late en su ADN. Uno hace una trastada —desgarra un cojín, roba comida de la encimera— y, en cuanto llego a la escena del crimen, me encuentro al culpable adoptando la postura más inocente del mundo, mientras el otro, pobre víctima, recibe las miradas acusadoras. Y lo más fascinante es que saben lo que están haciendo: manipulan la situación con la misma destreza que un abogado en pleno juicio.

En la vida adulta seguimos perfeccionando estas artes, aunque con disfraces más elegantes. Decimos “me encanta tu nuevo corte de pelo” mientras pensamos en qué peluquero odioso habrá tenido la osadía de hacerlo. Fingimos escuchar una historia aburridísima con la mirada fija y la sonrisa amable, cuando en realidad la mente ya está preparando la lista de la compra. Contestamos “ya voy de camino” cuando todavía estamos buscando las llaves. Son pequeñas mentiras, rutinarias, que engrasan la convivencia y nos ahorran conflictos innecesarios.

Si miramos de cerca, el mundo entero funciona sobre este teatro compartido. Mentimos todos, y todos sabemos que el otro miente, y aun así seguimos el juego porque la alternativa —un mundo de verdades crudas y descarnadas— sería insoportable. Imagina una cena donde cada uno dijese lo que de verdad piensa de los demás: la velada terminaría en menos de diez minutos, y sin postre.

La mentira, en estas formas ligeras, es casi un arte de la convivencia. Nos da tregua, nos permite vivir sin convertir cada interacción en un campo de batalla. Es un recordatorio de que no somos ángeles de cristal, sino criaturas tejidas de sombras y luces que a veces necesitan disfrazarse para poder seguir adelante.

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